Los niños o adolescentes con este trastorno pueden llegar a tener peores resultados académicos, tienen más probabilidades de abandonar los estudios, de sufrir accidentes con más frecuencia o de tener más conductas de riesgo (p.ej. Meinzer et al., 2017; Lange et al., 2016; Bussing et al., 2010); además de otros problemas vinculados a la regulación del comportamiento y a las dificultades para relacionarse de forma adecuada con las personas de su entorno, por lo cual pueden aparecer dificultades en las relaciones sociales.
En cuanto a la comorbilidad de este trastorno con otras patologías, se ha demostrado que, aproximadamente en el 40-60% de los casos, el diagnóstico de TDAH suele ir acompañado de un diagnóstico de Trastorno Negativista Desafiante o TND, o de un Trastorno Disocial o TD (Freitag et al., 2018).
Con respecto al Trastorno Negativista Desafiante (a veces llamado trastorno oposicionista, por su nombre en inglés) se caracteriza por un patrón (que suele comenzar entre la etapa preescolar y la adolescencia temprana) de desregulación emocional (enfado/irritabilidad), de discusiones y/o actitud desafiante ante las figuras de autoridad, o de actitud vengativa. Según la gravedad del trastorno, los síntomas se pueden limitar a un entorno (normalmente, el hogar y los familiares) o a dos o más (p.ej. colegio, trabajo…). Los datos señalan que aproximadamente la mitad de los jóvenes con TDAH que presentan los síntomas combinados de inatención e hiperactividad-impulsividad padecen un trastorno negativista desafiante, pudiéndose explicar por las conclusiones obtenidas en diferentes estudios (p.ej. Gelves-Ospina et al., 2020; Mehta et al., 2019), que indican que las personas diagnosticadas con TDAH y TND presentan una alteración en aquellas regiones cerebrales que nos ayudan a procesar la información social y así relacionarnos de manera exitosa con otras personas (p.ej. permitiéndonos ponernos en el lugar del otro y entender sus emociones, predecir sus comportamientos, identificar las normas, roles y reglas del contexto social, etc.); y notablemente, también en aquellas regiones vinculadas a nuestra capacidad para controlar y regular la conducta y la expresión de emociones (Zhu et al., 2018; Hwang et al., 2016).
No obstante, se debe tener en cuenta también que algunas niñas y niños con TDAH pueden llegar a desarrollar actitudes de rechazo y aversión hacia aquellas tareas u obligaciones que les resultan complicadas (dado que les requieren una demanda mental más alta que a los individuos sin patología), pero que no siempre estas conductas de rechazo son síntoma de un TND comórbido. Además, ciertos comportamientos asociados al TND son normales y saludables en determinadas etapas del desarrollo evolutivo de las niñas y niños (según intensidad y frecuencia), por lo que siempre se debe contar con el criterio de una especialista para realizar el diagnóstico.
Como se mencionaba anteriormente, el otro trastorno que suele acompañar al TDAH es el Trastorno Disocial (TD), el cual podríamos considerar como el paso sucesivo en gravedad a un TND. Este trastorno engloba una serie de conductas en las que el adolescente viola sistemáticamente los derechos fundamentales de otros mediante la agresión a personas y animales, incumpliendo gravemente las normas morales y éticas de comportamiento. Estos síntomas a veces vienen acompañados de falta de remordimientos, de empatía, de afecto hacia otras personas, y de preocupación por su vida académica/laboral (APA, 2013). Los individuos que fueron diagnosticados con TDAH y TND comórbido durante la infancia, dadas sus dificultades en el control de la conducta y al manejo deficitario de la frustración y otras emociones, son significativamente más vulnerables a desarrollar durante la adolescencia un TD (Erskine et al., 2016; Bierderman et al., 2008), el cual puede derivar en un trastorno de la personalidad antisocial en la edad adulta, incrementando la posibilidad del consumo y abuso de sustancias, y de otras conductas de riesgo derivadas (Erskine et al., 2016; APA, 2013).
Sin embargo, es importante destacar que siempre que se trate con trastornos psicológicos de este tipo se debe considerar la influencia de no solo los factores biológicos, sino también de los factores ambientales (Matthys & Lonchman, 2017; Matthys et al., 2012), ya que los jóvenes aprenden tanto de sus padres, como de su grupo de iguales (p.ej. asociación con otros jóvenes con tendencias delictivas). Por lo tanto, un diagnóstico y una intervención tempranas son fundamentales, ya que así se consigue un mejor pronóstico y se reduce el riesgo de sufrir en la vida adulta trastornos graves. Consecuentemente, esta intervención psicológica se debe llevar a cabo tanto con el infante/adolescente como con los padres, el entorno familiar, e incluso el centro educativo, para abordar la situación desde una perspectiva multimodal y colaborativa (p.ej. Pollastri et al., 2013; McCart et al., 2006) y ser así más eficaces y efectivas.
Autora:
Paola Fanjul López. Psicóloga del Máster General Sanitario de Psicología UCJC
Unidad de Atención Psicológica Especializada. HM Hospitales
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